seguidores♥

07 enero 2018

Monstruos.

Los hay de todos los tamaños, formas y colores, les teníamos miedo cuando éramos pequeños y mirábamos debajo de las camas para ver si se habían escondido ahí, sin saber que los peores monstruos no se esconden, sino que están ahí, se acuestan a nuestro lado cuando nos vamos a dormir, dominan nuestra mirada, nuestros despistes, dominan cada parte de nosotros, se quedan esperando mensajes y están en todos lados. 

Pequeños monstruos. 

A esos sí que les tenemos miedo. 

Provocan roturas graves. 

De las que duelen. 

De las que pesan.  

Cuando hacen su peor trabajo nos martirizamos pensando una y otra vez que se podrían haber evitado, que quizás de otra forma, haciendo algo diferente o estando más alerta podríamos cambiar algo. 

No sabéis lo inútil que resulta esto. 

Estoy segura que no importa lo convincentes que seamos, por mucho que volviéramos atrás, ninguno de nosotros podría alentarse a sí mismo a abandonar la tarea a la que con tanto ahínco nos dedicábamos, a amar incondicionalmente algo o alguien, a arriesgarse, a creer que se podía. Me gustaría suponer que esto se debe a que ha quedado humanamente comprobado que las ilusiones son tan frágiles como resistentes, ya que cuando se rompen lo hacen en mil pedazos, pero ¡cuánto aguantan! 

Nuestros peores monstruos son nuestras mejores ilusiones, aquellas que no se cumplen, aquellas que se quedan de forma incorpórea en un estado volátil entre la realidad y la imaginación, aquellas que parecen, pero que no son. Son las mismas que nos destrozan pero también las que nos construyen, las que restablecen nuestras prioridades, las que nos recuerdan que somos humanos y que estamos vivos. 

Y solo y únicamente cuando estamos preparados para afrontar esto es cuando los monstruos dejan de ser monstruos y aprendemos de ellos. Produciéndose un efecto dominó en nuestros pensamientos, el único que en cuanto termina todo está ordenado. 

Todo deja de doler. 

Todo deja de pesar.